Con motivo del concurso de Tomás de Relatos Cortos (pospuesto hasta el día 8), he escrito esto:
—Me parece que me voy a ir ya, estoy algo cansado.
—¿Tan pronto? Pero si acabamos de cenar. Anda, tómate una copa —levantándose de su silla, me preguntó— ¿Sabes qué día es hoy?
—Sí, 3 de Octubre de 1999. ¿Por qué?
—Veo que no conoces la historia —me alargó una copa de whisky y, sentándose en su sillón, comenzó su relato. Temiéndome que iba para rato, también me puse cómodo.
“Hace unos cuantos centenares de años, esta ciudad dependía de un noble. Debido a sus grandes deudas y a sus necesidades como señor de la zona, comenzó a oprimir a sus vasallos aumentándoles los impuestos, expropiándoles lo poco que tenían e, incluso, torturando a los que se quejaban de su gobierno.
Un día, concretamente un 3 de Octubre, como hoy, el pueblo se encontraba tan harto de su señor y del trato que les dispensaba que organizaron una partida de hombres para que decapitasen al malvado tirano y, así, librarse de su opresión.
A pesar del sigilo con que fue preparada la incursión, el noble se había enterado. Hallándose solo y sin más compañía que la de salas vacías, optó por invocar al diablo. No se sabe qué oscuras artes empleó, pero todo ser viviente que se encontraba en las inmediaciones del castillo pereció, echando por tierra el intento de acabar con el noble.
Unos dicen que Satanás se llevó el alma del señor feudal. Otros, que antes de la masacre se suicidó, arrepintiéndose de todo lo que había hecho. Para bien o para mal, nunca se supo.
Después de este suceso, apareció la creencia de que, todos los años y en el mismo lugar, los que murieron a manos del diablo vuelven a este mundo, acabando con todo aquel que encuentran en su empeño por liberarse de su amo.”
Yo había estado tan pendiente de sus palabras que ni siquiera había tocado mi vaso. Lo apuré de un trago y le di las gracias por la velada.
—No creo que quieras quedarte a pasar la noche aquí, ¿verdad? —preguntó, burlón— ¿No tendrás miedo de los campesinos fantasma?
—No te preocupes, sé cuidarme solo. Bueno —dije, sonriente—, ya nos veremos mañana.
Aprovechando que tenía unos días de vacaciones, decidí volver a Bélgica. Después de unos días deambulando por Bruselas, fui a Brujas para visitar a mi tío, que vivía solo desde que mi tía falleciera en un accidente.
Sumido en mis cavilaciones, no me había dado cuenta de que estaba caminando junto a uno de los varios canales que atravesaban la ciudad. Las aguas estaban cubiertas de una densa capa de vapor, y el frío había contribuido a que apareciese una gruesa cortina de niebla. Con las manos en los bolsillos para que no se me helasen, apreté el paso para llegar al hotel, pues el whisky que había tomado empezaba a hacer efecto.
No había llegado ni a la mitad de la calle cuando noté un apestoso hedor que me hizo fruncir el ceño. Al poco, oí un rumor apagado. Algo confundido, miré a mi alrededor, pero en la desierta calle sólo se veía alguna polilla a la luz de las farolas.
Al pasar por delante de un callejón, lo vi: era una sombra pequeña, de unos 10 centímetros, que se movía rápidamente. Casi inmediatamente, apareció otra. Y luego otra.
Algo inquieto, pensé que lo que veía se debía al alcohol y al cansancio, pero cambió de opinión cuando un par de esas criaturas se me acercó lo suficiente como para verlas en detalle.
Eran ratas, y hámsteres, y ratones. Su pelo presentaba un color grisáceo, algo apagado, y en algunas zonas se les podía ver la sucia piel. Pero lo peor eran los ojos: pequeños, relucientes al resplandor del alumbrado, brillaban como velas.
No sentía temor por los roedores, pero aquella visión me estremeció. Me apresuré y procuré alejarme cuanto fuera posible de aquella marabunta.
No pude. Nada más ponerme a correr, cientos, miles de roedores se me echaron encima, mordiéndome, arañándome con sus afiladas uñas. Por suerte, se veía una luz al fondo del callejón.
Intentando zafarme de los bichos que me envolvían como un abrigo de piel debí de resbalar en la piedra húmeda, pues por un momento perdí el conocimiento.
Lo siguiente que sentí fue que estaba tumbado en el suelo, y que me una luz cegadora me quemaba los ojos. Cuando se acostumbraron a ella, me di cuenta de que las alimañanas habían huido, y de que la luz provenía de un farol. Y de que el farol estaba sujeto por una mano arrugada llena de quemaduras y ampollas. Alcé un poco la cabeza, y por poco no perdí el conocimiento de nuevo.
Su cara estaba carcomida y, junto a él, había más hombres. Uno de ellos se me acercó con una hoz y, sin pronunciar palabra, me levantó y puso mi cabeza sobre el murete que separaba la calle del canal.
Vi cómo mi cuerpo se alejaba, cada vez más alto, y luego pude probar el sabor del agua por última vez.