dic 13 2010

La verdadera Navidad

ACTUALIZACIÓN – 20/12/2010 – Este relato ha recibido el 2º premio en el concurso del Ayuntamiento. Con esto empieza a demostrarse mi teoría para ganar concursos.

Sé que últimamente no he escrito mucho, pero es porque he estado estos días colaborando con un rastrillo contra el cáncer, e investigando un poco el tema de tema de enviar datos inalámbricamente. También escribí un relato para el concurso de mi colegio, le podría haber sacado más partido, pero lo hice deprisa y corriendo el último día:

–Bueno, aún quedan tres minutos, pero como veo que estáis impacientes, vamos a salir antes ­–dijo la profesora.

Toda la clase se levantó, y salió atropelladamente por la puerta. Al fin y al cabo, era el último día de colegio antes de las vacaciones de Navidad.

En el trayecto de vuelta a casa, Luna pensó sobre el breve relato de la Natividad que había leído aquel día en clase. Le parecía sorprendente cómo un nacimiento y los presentes entregados al niño hacía más de dos milenios habían desembocado en la celebración que tal y como la conocemos hoy en día, una Navidad repleta de bombillas de colores y anuncios de perfumes. Acto seguido, oyó a alguien gritando su nombre, sacándola de sus ensoñaciones. Era su tío, que la llamaba para concretar el modelo del nuevo teléfono que quería que encargase a los Reyes, pues ella aún no se había decidido. Un poco después, Luna llegó a su casa, se tumbó en el sofá y dejó que las vacaciones comenzaran por sí solas.

Durante los días siguientes, Luna hizo lo que no había podido durante las semanas anteriores: durmió hasta tarde, salió con sus amigos, se fue de compras… Pero su tranquilidad no duró mucho, pues durante todo el día de Nochebuena la actividad en su casa fue frenética. En unas horas iban a llegar sus abuelos, sus tíos y primos, a algunos de los cuales no veía desde el año pasado, y aún quedaba mucho por hacer. Junto con su hermano pequeño, Javier, preparó una ensalada, mientras sus padres cocinaban un suculento asado. Poco a poco comenzó a llegar la gente, hasta saturar la cocina, como ocurría normalmente. Los niños pequeños se fueron a montar un puzle mientras los demás conversaban animadamente sobre diversos temas. Como siempre, el padre y el tío de Luna acabaron enzarzados en una discusión, pero después de tantos años haciendo lo mismo ya no inquietaban a nadie.

Cerca de las diez de la noche ya estaban todos hambrientos, esperando a que llegase el abuelo, pues se estaba retrasando bastante, probablemente debido al tráfico. Cuando ya se empezaron a inquietar, María, la madre de Luna, decidió llamarle para preguntarle cuándo llegaría.

– ¿Dígame? –preguntó el abuelo.

–Hola papá, ¿dónde estás? Estamos ya todos en casa, esperándote.

–No te preocupes, estoy llegando ya. Eso sí, poned una silla y un plato más en la mesa.

–Pero, ¿quién…? –comenzó la madre de Luna.

–Estad tranquilos, llegaré en cinco minutos. ¡Hasta ahora!

María  se quedó pensativa con el auricular en la mano, reflexionando sobre lo que habría querido decir su padre.

–Entonces, María, ¿llega o no llega? –inquirió el tío Luis.

–Ha dicho que llegaba enseguida, pero viene con alguien… Yo creía que estábamos todos, ¿no?

–Quizá sea el primo Borja, pero yo creía que cenaba con unos amigos –propuso alguien por el fondo.

–Ni idea, vamos a esperar… –dijo María, mientras preparaba otro servicio.

Como había dicho, el abuelo llegó a los cinco minutos. Todo el mundo se arremolinó en torno a la puerta para ver quién era el invitado sorpresa. Para el asombro general, se trataba de un niño de edad similar a la de Javier, algo desastrado y con aspecto asustado. Llevaba puesta una chaqueta vaquera que le quedaba algo grande y unos pantalones remendados.

–¡Buenas noches a todos! –saludó el abuelo. Os presento a Ian. Le he encontrado sentado en un banco… ¡Con el frío que hace ahí fuera! Tiene tu misma edad, Javier, seguro que te llevas bien con él.

–Pero, papá… –comenzó María, quedándose cortada ante la mirada que le dirigió su progenitor– Bueno, Ian –continuó–, vamos a limpiarnos las manos, que cenaremos enseguida.

Un par de horas más tarde, Ian jugaba alegremente con Javier y el resto de primos, mientras Luna comía turrón al tiempo que meditaba sobre lo que se le ocurrió al salir de clase unos días atrás. En ese momento se encontraba feliz, pensando que su abuelo había hecho bien en invitar a Ian a cenar. Al fin y al cabo, la Navidad consistía en eso: ayudar a los demás, pasárselo bien con la familia y compartir lo que se tiene. Porque, ¿qué era un móvil nuevo comparado con hacer feliz a alguien que iba a pasar su Nochebuena solo y aterido?

Aquella noche, una nueva estrella apareció en el cielo.


nov 14 2010

Nova

Ayer tuve que escribir para Filosofía cómo sería mi utopía, es decir, mi mundo ideal. Me habría gustado extenderme más, y explicar más cosas (quizá una distopía), pero tenía espacio limitado. He aquí Nova:

Nova

Era domingo y, como todos los domingos, tenía que ir fuera de la ciudad para la sesión de apreciación. Desde la fundación de Nova se venía haciendo esta actividad una vez a la semana, que era obligatoria para todos los humanos del Cúmulo.

Cuando me levanté de la cama, mi asistente personal ya estaba en la puerta, esperándome con mi ropa y una taza de café modificado genéticamente. Sin duda alguna, los avances de la Genética habían hecho mucho por el bienestar del Cúmulo. Aunque también podíamos ingerir píldoras con los nutrientes necesarios para todo un día, algo muy práctico, yo prefería degustar la comida.

Como todas las mañanas, la prenda que me traía mi sirviente era la misma: una toga a la antigua usanza transparente en su totalidad, pero que, cuando se llevaba puesta, cambiaba su color y su diseño en función del tiempo, de la hora del día, de mis emociones… Hoy tenía un agradable color verde.

Estaba cepillándome los dientes cuando se apagaron todas las luces de la casa. Vaya, llegaba algo tarde a la sesión de apreciación.

Estas sesiones nacieron como uno de los pilares fundamentales de la Tercera Era: hacia finales del S. XXII, y por tanto de la Segunda Era, la gente estaba tan acostumbrada a los adelantos tecnológicos que los llegaron a considerar parte de la Naturaleza. Para poder valorar en toda su grandeza la tecnología que había hecho posibles sueños como la inmortalidad, y la propia Nova, se procedió a la creación de estas sesiones: una vez cada siete días se vivía en medio del entorno natural, sin herramienta artificial alguna, emulando a los antiguos pobladores del planeta.

Era una obligación algo molesta, pero necesaria para que no ocurriera otra catástrofe como la que marcó el fin de la Segunda Era: la Humanidad vivía cómodamente con unos avances jamás vistos, y todos confiaban tanto en las máquinas que, cuando ocurrió el Incidente (todavía no está claro si fue una explosión nuclear, un corte del suministro eléctrico o una fatal guerra), la mayoría de personas se vieron obligadas a depender de sí mismas, de unos instintos que apenas habían ejercitado.

Así pues, gran parte de la Humanidad pereció en tan sólo unos meses, y habría fenecido por completo de no hacer sido por un grupo de científicos y pensadores que, temiendo alguna catástrofe, almacenaron todo el saber humano en una colonia que fundaron secretamente bajo tierra, y cuando las suecuelas del Incidente disminuyeron, volvieron a salir y repoblaron la faz de la Tierra, construyendo una sociedad en la que nadie estaba por encima de los demás: todo el trabajo manual lo realizaban los robots, que se encargaban de tareas como la agricultura, la minería o la construcción (tareas a las que antes se dedicaban muchas vidas humanas, llegando incluso a la esclavitud), suprimiendo para siempre el trabajo como algo obligatorio y permitiendo a los ciudadanos dedicarse única y exclusivamente a sus aficiones: Artes, Ciencias, Artesanía… pero no estando obligados por nadie a hacer nada que no desearan.

Aunque en los comienzos de la Nueva Era (Nova fue la primera ciudad en ser construida) fueron los fundadores los que dirigieron la sociedad, pronto se pasó a un sistema que garantizaba la igualdad y la distribución equitativa del poder: el Consejo. Todos los días era necesario acceder a una red informática en la que todos los habitantes de la Tierra y , posteriormente, del Cúmulo, daban su opinión e ideas sobre los diversos temas que incumbían a toda la población. Esto se basaba, fundamentalmente, en que todo el mundo tenía una educación realmente sobresaliente, obtenida gracias a programas de estimulación mental.

¿La justicia? La mayoría de los ciudadanos jamás habían cometido falta alguna, pero las pocas que había, normalmente debidas a malentendidos, eran resueltas justamente en el Consejo.

Nosotros, en Nova, también dependíamos mucho de las máquinas, pero sabiamente: sabíamos lo que podían hacer, y hasta dónde podíamos llegar. Por otra parte, habíamos logrado crear una sociedad en la que no había guerras, pues todo el mundo tenía lo que quería sólo con desearlo. Además, problemas como la muerte ya estaban totalmente erradicados: tales eran nuestros avances que la única preocupación, lo único que no teníamos controlado, era el hecho de que quizá existiesen otras civilizaciones más allá de los planetas del Cúmulo… Pero eso ya es otra historia.


ene 16 2010

La llegada del más allá (II)

Y ya termino. De paso, lo pongo en pdf:

Un buen día, varios años después del séptimo cumpleaños de Euley estaban los dos viendo la televisión, cuando apareció un anuncio que le llamó mucho la atención a la chica. En él, aparecían unas gafas de tamaño normal con las que, según decían, se podía entrar en tantos mundos de realidad virtual como se quisiera. Con ellas se podían experimentar nuevas sensaciones, y ver cosas que antes sólo se podían soñar. Rasmic no le hizo mucho caso, pero Euley siguió pensando sobre el tema durante un buen tiempo. Algunos días después, Rasmic se encontraba comiendo un cuenco de cacahuetes mientras leía un libro. En cuanto llegó Euley del colegio, éste fue a recibirla, pero ella pasó de largo, como si no la hubiese visto. El mono la llamó, y entonces Euley, llevándose las manos a la cabeza, exclamó:

—Lo siento, Rasmic. No te había visto. Mira lo que me he comprado: las gafas de la tele. Son increíbles, ya he estado en un montón de sitios: en el desierto, en las ruinas de la torre Eiffel… Además, pueden venir conmigo mis amigos –Exclamó, orgullosa—. Bueno, he quedado en un rato en la Enterprise. Si quieres, mientras puedes leer un rato.

Rasmic, reacio, acabó por ceder. Pensando que aquello sólo sería una nueva moda, que al cabo de un tiempo desaparecería, lo dejó pasar. Lamentablemente, cada día Euley le hacía menos caso, y ya raras eran las noches en las que quería que le leyese un cuento. Cada día había más anuncios de las gafas, y más gente absorta en sus mundos virtuales.

Mientras tanto, a millones de unidades de algo que todavía no existía, en el universo paralelo del que venía Rasmic, un grupo de criaturas autóctonas estaba dando los últimos retoques a una máquina que habían construido a partir de unos planos que, misteriosamente, habían aparecido de la nada unos años atrás. Finalmente, la encendieron y apareció una esfera brillante, con colores cambiantes, en el centro de la sala. Una de las criaturas tocó la bola de luz, y desapareció.

En la Tierra, en un parque que nosotros ya conocemos, apareció un insecto hexápodo, de unos tres metros de altura. Sus extremidades eran afiladas, y todo su cuerpo presentaba un color negro brillante. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la luz del Sol, más fuerte que la de su planeta natal, vio que a su alrededor se encontraban varias criaturas rosadas con una envoltura muy nutritiva. Hambriento, se lanzó a por ellas. Sus pesados esqueletos les impedían moverse con rapidez, y en unos pocos minutos ya sólo quedaban unos fragmentos blancos, más duros que el resto. Al cabo de un rato, aparecieron más criaturas extraterrestres en el parquecillo.

Unos días más tarde, tras un pequeño revuelo causado por las muertes de algunas personas en un parque, todo el mundo volvía a estar tranquilo, inmerso en los mundos que tenían a medio centímetro de sus ojos. Rasmic, ignorado por Euley, llevaba unos días preocupado. La mayoría de las capacidades telepáticas de su anterior cuerpo las había perdido, pero con el cerebro que tenía en su cuerpo de mono podía oír ecos que, a veces, creía entender. Llegó un momento en el que el murmullo fue tan claro que pudo comprender lo que decían las voces. Pero no podía ser, él era el único de su especie en aquel planeta. ¿O no? Intrigado, escuchó los sonidos que pasaban por su cabeza: hablaban de destrucción, de conquista y de millones de criaturas negras que poblarían aquel universo hasta rebosar. De repente, se hizo la luz en su mente: los más odiados de su pueblo, un colectivo demasiado grande, siempre habían querido invadir los planetas cercanos de su sistema planetario. Sin embargo, la mayoría se oponía a ello, ya que eso representaba dejar sin modo de supervivencia para las razas de cada planeta. Al parecer, habían logrado acceder a este planeta como lo hizo él mismo, lo cual indicaba un riesgo increíblemente grande para Euley, y para el resto de su especie, en general. Asustado, se lo explicó todo a su amiga, pero ésta, tomándolo como un cuento más, no le hizo caso, y se volvió a sumergir en sus realidades ficticias.

Al ver que, por más que insistía, Euley pasaba de él, decidió enviar un correo a los diferentes dirigentes de la Tierra en nombre de un ciudadano anónimo. En el texto, alertaba de todo lo relativo a las criaturas que venían del otro planeta, pero la única respuesta que recibió fue “Mensaje devuelto por spam”. Impotente, ya que no podía hacer nada para convencer a la gente del enorme riesgo que corrían, ni para encontrar a sus malignos semejantes, se resignó a esperar.

Mientras, en una cueva en lo más profundo de una montaña, otra esfera luminosa acababa de ser creada. Casi instantáneamente, legiones enteras de artrópodos negros emergieron de la luz.

Veinticuatro horas más tarde, y sin que nadie hiciese nada por evitarlo, desapareció lo que hoy en día llamaríamos Italia. Y, lo más sorprendente de todo, era que nadie lo sabía. Todo el mundo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, ignoraba por completo que, día tras día, desparecían ciudades enteras.

Finalmente, las criaturas llegaron a la ciudad de Euley. En cuanto Rasmic vio aparecer una bola de luz justo debajo de su ventana, corrió a sacar a Euley de su estado de aletargamiento, envuelta en una manta. Sin embargo, por más que le suplicaba que se levantase, ésta le ignoraba por completo. Tras mucho insistir, acabó por quitarse las gafas, mirando enfadada a Rasmic:

—A ver, estoy muy ocupada. Si te aburres, ve a ver la tele un rato, pero a mí déjame en paz. Ya me tienes harta.

—Pero es por tu propio bien –dijo Rasmic, dolido—. Estás a punto de morir, y no te importa. Me marcho, no me apetece ver cómo eres reducida a polvo por seres del más allá.

—Haz lo que quieras. —dijo Euley— Eres libre. Tus historias ya no me importan—dijo, volviendo a ponerse las gafas.

—Te lo advertí, pero ni tú ni nadie de este planeta me hizo caso. Aunque, en el fondo, sabía que este momento acabaría llegando. Hasta nunca. Antes, te habría deseado buena suerte, pero, ahora, sólo puedo decirte que ojalá tu vida acabe pronto.— Y, diciendo esto, tocó la luz que lo engullía todo, desapareciendo.

-FIN-


ene 14 2010

La llegada del más allá (I)

Sé que estos días no he escrito mucho (de hecho, nada), pero la vuelta al curso ha ido bastante liada. Estos días he hecho un poco de todo, incluso instalar Ubuntu en un ordenador (y arreglar otro, por cierto). Para Lengua, por un motivo indefinido, me mandaron escribir un relato corto (con la característica de que debía empezar por “Haz lo que quieras. Eres libre. Tus historias ya no me importan“), así que, como con todos los trabajos creativos, lo pongo aquí (por partes, para que no sea tan pesado:


—Haz lo que quieras. —dijo Euley— Eres libre. Tus historias ya no me importan—dijo, volviendo a ponerse las gafas.

—Te lo advertí, pero ni tú ni nadie de este planeta me hizo caso. Aunque, en el fondo, sabía que este momento acabaría llegando. Hasta nunca. Antes, te habría deseado buena suerte, pero, ahora, sólo puedo decirte que ojalá tu vida acabe pronto.— Y, diciendo esto, tocó la luz que lo engullía todo, desapareciendo.

Y así es como se despidió Rasmic de la Tierra, abandonándola a su suerte. Aunque poco podía hacer él, pues era uno contra millones.

Pero contemos las cosas en orden. Para empezar, deberíais saber que, en el año 2055, la vida en la Tierra era sosegada y tranquila. No había pobreza, ni guerras entre países (principalmente, porque no había países), ni peligros de ningún tipo. Un buen día, un equipo de científicos ideó un artefacto que, en teoría, permitiría crear un túnel entre universos paralelos. Tras años de esfuerzo y dedicación, consiguieron construir la máquina. La conectaron al equivalente de la Tierra del otro universo, pero, al parecer, no funcionó. Los científicos, desanimados, abandonaron el proyecto, y no se volvió a saber más del asunto.

A pesar de que creían haber fracasado, en realidad habían logrado crear un minúsculo túnel entre los dos planetas. En el otro mundo, al mismo tiempo, una criatura que hoy diríamos que se asemeja a un chamán indio con seis extremidades estaba a punto de dar caza a algo similar a un mono. Repentinamente, y aparentemente sin motivo alguno, ambos desaparecieron.

Por algún error técnico, durante el camino el cuerpo del mono se fusionó con la conciencia del chamán, resultando de ello un único ser. Además, debido al movimiento de la Tierra en el espacio, no reaparecieron en el mismo lugar en que se encontraba la máquina, sino en un parque infantil bañado por la luz de la luna. Desorientado, el chamán con su nuevo cuerpo intentó pensar qué había ocurrido, decidiendo que lo a lo mejor era todo un sueño, y que si se despertase todo volvería a la normalidad. Buscó por los alrededores, y encontró un seto en el que se resguardó para pasar su primera noche en el planeta Tierra.

Tras algunas horas de sueño, Rasmic (que así se llamaba el chamán) se despertó sobresaltado. No sabía por qué, pero algo iba mal. De repente, sintió un dolor localizado en su cuello, y apenas pudo ver una fina aguja hundiéndose en su piel.

Al día siguiente, ajena a una buena parte del mundo que le rodeaba, una niña de siete años iba con su madre a buscar un regalo sorpresa, ya que era su cumpleaños. Su madre le había dicho que le iba a gustar mucho, y la pequeña seguía emocionada a su madre. Al poco tiempo, se detuvieron y entraron en una tienda (aunque Euley no lo sabía, en realidad se trataba del lugar al que iban a parar todos los animales abandonados). La niña se quedó sorprendida al ver tal cantidad de animales encerrados en apretadas jaulas (y sospechosamente tranquilos, pero la niña no se dio cuenta). La madre le dijo:

—Euley, puedes coger un sólo animal de todos los que hay en la tienda. Elígelo bien.

Tras mucho pensar, acabó eligiendo un bonito mono de pelaje castaño que dormía plácidamente.

Al llegar a casa, Euley adecentó un rincón de la terraza para que Trufa (así llamó la niña al mono) pudiese vivir tranquilamente. Durante varios meses, ella cuidó del simio sin preocuparse por nada más. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando, un buen día, el simio le dijo:

—Hola. Me llamo Rasmic. Sé que llevas un buen tiempo cuidándome, y de hecho, enseñándome a hablar, pero yo no sé por qué estoy aquí. Por algún extraño motivo aparecí aquí, encarnándome en el cuerpo de un mono al que yo pretendía dar caza. Según tengo entendido por lo que he oído, aquí sólo podéis hablar vosotros los humanos. Sin embargo, yo también puedo, y de hecho conozco un montón de cuentos. Si quieres, podrías enseñarme más acerca de este extraño mundo, y yo podría contarte muchísimas historias de mi planeta.

Euley, al principio incrédula, pensó que se trataba de una broma, ya que los monos no podían hablar, pero conforme fue pasando el tiempo y éste seguía hablando y contándole historias, se dio cuenta de que su mascota era algo único. Poco a poco, fue trabando amistad con el macaco, hasta hacerse inseparables. Por las tardes, después del colegio, Euley enseñaba diversos juegos a Rasmic, y por las noches éste le contaba historias a ella. Así, día tras día, aumentaba su amistad.

Continuará…


oct 21 2009

Caída libre

Con motivo del concurso de Tomás de Relatos Cortos (pospuesto hasta el día 8), he escrito esto:


Me parece que me voy a ir ya, estoy algo cansado.

¿Tan pronto? Pero si acabamos de cenar. Anda, tómate una copa —levantándose de su silla, me preguntó— ¿Sabes qué día es hoy?

Sí, 3 de Octubre de 1999. ¿Por qué?

Veo que no conoces la historia —me alargó una copa de whisky y, sentándose en su sillón, comenzó su relato. Temiéndome que iba para rato, también me puse cómodo.

Hace unos cuantos centenares de años, esta ciudad dependía de un noble. Debido a sus grandes deudas y a sus necesidades como señor de la zona, comenzó a oprimir a sus vasallos aumentándoles los impuestos, expropiándoles lo poco que tenían e, incluso, torturando a los que se quejaban de su gobierno.

Un día, concretamente un 3 de Octubre, como hoy, el pueblo se encontraba tan harto de su señor y del trato que les dispensaba que organizaron una partida de hombres para que decapitasen al malvado tirano y, así, librarse de su opresión.

A pesar del sigilo con que fue preparada la incursión, el noble se había enterado. Hallándose solo y sin más compañía que la de salas vacías, optó por invocar al diablo. No se sabe qué oscuras artes empleó, pero todo ser viviente que se encontraba en las inmediaciones del castillo pereció, echando por tierra el intento de acabar con el noble.

Unos dicen que Satanás se llevó el alma del señor feudal. Otros, que antes de la masacre se suicidó, arrepintiéndose de todo lo que había hecho. Para bien o para mal, nunca se supo.

Después de este suceso, apareció la creencia de que, todos los años y en el mismo lugar, los que murieron a manos del diablo vuelven a este mundo, acabando con todo aquel que encuentran en su empeño por liberarse de su amo.”

Yo había estado tan pendiente de sus palabras que ni siquiera había tocado mi vaso. Lo apuré de un trago y le di las gracias por la velada.

No creo que quieras quedarte a pasar la noche aquí, ¿verdad? —preguntó, burlón— ¿No tendrás miedo de los campesinos fantasma?

No te preocupes, sé cuidarme solo. Bueno —dije, sonriente—, ya nos veremos mañana.

Aprovechando que tenía unos días de vacaciones, decidí volver a Bélgica. Después de unos días deambulando por Bruselas, fui a Brujas para visitar a mi tío, que vivía solo desde que mi tía falleciera en un accidente.

Sumido en mis cavilaciones, no me había dado cuenta de que estaba caminando junto a uno de los varios canales que atravesaban la ciudad. Las aguas estaban cubiertas de una densa capa de vapor, y el frío había contribuido a que apareciese una gruesa cortina de niebla. Con las manos en los bolsillos para que no se me helasen, apreté el paso para llegar al hotel, pues el whisky que había tomado empezaba a hacer efecto.

No había llegado ni a la mitad de la calle cuando noté un apestoso hedor que me hizo fruncir el ceño. Al poco, oí un rumor apagado. Algo confundido, miré a mi alrededor, pero en la desierta calle sólo se veía alguna polilla a la luz de las farolas.

Al pasar por delante de un callejón, lo vi: era una sombra pequeña, de unos 10 centímetros, que se movía rápidamente. Casi inmediatamente, apareció otra. Y luego otra.

Algo inquieto, pensé que lo que veía se debía al alcohol y al cansancio, pero cambió de opinión cuando un par de esas criaturas se me acercó lo suficiente como para verlas en detalle.

Eran ratas, y hámsteres, y ratones. Su pelo presentaba un color grisáceo, algo apagado, y en algunas zonas se les podía ver la sucia piel. Pero lo peor eran los ojos: pequeños, relucientes al resplandor del alumbrado, brillaban como velas.

No sentía temor por los roedores, pero aquella visión me estremeció. Me apresuré y procuré alejarme cuanto fuera posible de aquella marabunta.

No pude. Nada más ponerme a correr, cientos, miles de roedores se me echaron encima, mordiéndome, arañándome con sus afiladas uñas. Por suerte, se veía una luz al fondo del callejón.

Intentando zafarme de los bichos que me envolvían como un abrigo de piel debí de resbalar en la piedra húmeda, pues por un momento perdí el conocimiento.

Lo siguiente que sentí fue que estaba tumbado en el suelo, y que me una luz cegadora me quemaba los ojos. Cuando se acostumbraron a ella, me di cuenta de que las alimañanas habían huido, y de que la luz provenía de un farol. Y de que el farol estaba sujeto por una mano arrugada llena de quemaduras y ampollas. Alcé un poco la cabeza, y por poco no perdí el conocimiento de nuevo.

Su cara estaba carcomida y, junto a él, había más hombres. Uno de ellos se me acercó con una hoz y, sin pronunciar palabra, me levantó y puso mi cabeza sobre el murete que separaba la calle del canal.



Vi cómo mi cuerpo se alejaba, cada vez más alto, y luego pude probar el sabor del agua por última vez.


oct 4 2009

Milimétrico

A-701 salió de su celda, como cada día de su existencia. Fue siguiendo la larga fila que había para salir al exterior y poder trabajar junto con sus congéneres.
Ese día todo el hormiguero estaba conmocionado. Al parecer, había aparecido de la nada una enorme roca esponjosa de color claro, blanda y, lo que era mejor, comestible. Aquello permitiría que Su Majestad engendrase nuevos retoños para poder repoblar los túneles después del último diluvio.
Cuando la pequeña recolectora llegó a la nueva montaña ya estaban varias decenas de hormigas intentando perforar túneles, mientras otros arrancaban gigantescos trozos y se los llevaban a rastras al hormiguero.
Como no había sitio, A-701 se fue a buscar comida: quizá encontrase algún fruto caído de un árbol. Con algo e suerte, el impacto con el suelo lo habría abierto.
Fue siguiendo las amplias carreteras que las hormigas-desbrozadora habían trazado con precisión milimétrica. Apenas había llegado a una bifurcación del camino cuando notó vibrar el suelo. Casi al instante, oyó un ruido apagado. A intervalos regulares las vibraciones se fueron repitiendo, y los ruidos llegaron a convertirse en un estruendo.
Su instinto le dijo que aquello no era normal, así que se dio la vuelta y comenzó a recorrer el camino de vuelta.
No llegó lejos. El terremoto tenía tanta intensidad que el suelo se agrietaba. Se dio la vuelta, y vio una enorme franja vertical en el horizonte. Después, apareció otra, más cerca que la anterior.
La primera se elevó y tapó la luz del Sol. En la penumbra, ella intentó buscar cobijo moviéndose frenéticamente, pero la oscuridad fue aumentando rápidamente. Miró al cielo, ahora negro, y esperó.

Lo último que sintió fue una enorme presión en todo su cuerpo.